La enternecida claridad en el ojo del infierno
Tenían a los cinco muchachos encerrados en el
alpendre de la finca de tomateros en la parta baja de Los Giles, eran hombres
jóvenes de no más de 25 años, al rato se escuchó a lo lejos mezclado con el
silencioso ruido de la madrugada el motor del camión. Venía de hacer un viaje
dijo el vigilante, un viejo falangista encargado de custodiar que nadie
escapara del recinto agrícola aquella noche agosto del 36.
El vehículo se acercaba y también se escuchaban llantos,
gritos, insultos, golpes, al momento se paró junto al improvisado calabozo. Miguel
y Ñito que eran hermanos, se miraron en la oscuridad de aquel habitáculo que
olía a tomates podridos, pudieron escuchar como alguien nombraba a Eufemiano,
lo llamaba entre risas: “Ven acá que aquí hay dos rojos que se cagaron en los
pantalones”. Con voz ronca el conocido empresario dijo: “Que los limpien con la
lengua esos hijos de puta”, se escucharon muchas risas, olía fuertemente a
tabaco y se escuchaban gemidos de dolor, como cuando una persona agoniza, el
viento pegaba fuerte sobre Casa Ayala, en el momento en que se abrió la puerta
y pudieron ver las caras de los verdugos.
Eran como doce hombres vestidos de azul con
correajes y armas, dos guardias civiles, el sargento Pardo y el cabo primero
Ojeda, los dos destinados en el municipio de Arucas, del resto pudieron
identificar al tabaquero, al guardia Pernía, al empresario Penichet, al cojo
Acosta, jefe de Falange en San Lorenzo, al joven Santo de Tamaraceite y a dos
caciques, Bonny y Leacock. Era una de las conocidas y temidas siniestras
brigadas del amanecer, una más de las que en esos meses actuaban por las islas
asesinando y desapareciendo a miles de antifascistas, a todo aquel, a toda
aquella, que defendiera la democracia, la República y el legítimo gobierno.
Los sacaron a golpes a los cinco, casi no podían
moverse por las cadenas y sogas que les ataban fuertemente los brazos a la
espalda, olía mucho a ron de caña, los falangistas parecían estar locos de ira
y como medio borrachos, no dejaban de golpearlos, incluso estaba el conocido
como “El verdugo de Tenoya”, que con la pinga de buey los azotaba sajándoles la
piel, mientras un cacique apellidado Betancor le ordenaba golpear fuerte: “Azótalos
cabrón hasta que se les caiga la carne por los suelos a estos rojos de mierda”,
“Si mi amo”, respondió “El verdugo”, mientras apuraba los golpes, cada vez más
precisos sobre los cuerpos de aquellos hombres destrozados.
Agarrados por sus ataduras los subieron entre patadas
al camión que estaba lleno de hombres, todos amarrados, ensangrentados, habían
reos de Agaete, Guía, Moya, Firgas y otros puntos del norte de la isla, como 40
hombres amontonados, apretados como reses unos contra otros, casi sin poder
moverse y al fondo del transporte cuatro falangistas armados con palos y
pistolas que no paraban de gritar, de
insultar, de golpear a quienes no podían defenderse, solo recibir puntapiés, rodillazos
en la cara, escupitajos, incluso uno de los falangistas, el más joven con
acento peninsular, se sacó el pene y se meo sobre varios de los presos.
El viejo camión de un terrateniente de Galdar partió
hacia Tamaraceite lentamente, a quien hablara o susurrara le golpeaban salvajemente.
Ñito atinó a ver por las rendijas que llegaban a Las Palmas y salían hacia La
Laja, para luego subir hacia Jinámar, donde pararon un momento en la plaza de
la iglesia, allí esperaban varios falangistas más, que entre risas y bromas subieron
a los cuatro coches que custodiaban el camión tomatero.
Miguel miraba la cara de
Ñito, los ojos del joven de 17 años trasmitían mucha tristeza, por un
momento mientras lloraba se acordaron de su madre, la
dulce María Calcine, no pudieron evitar animarse en muy baja voz,
mientras el
camión subía por la escarpada pendiente de tierra, cada bache les
causaba un
dolor inmenso, las heridas se abrían, la sangre dejaba un reguero que
hubiera hecho
sencillo seguir el rastro de aquella lúgubre caravana de la muerte.
De un golpe, un frenazo brusco que levantó el polvo, como una especie de aullido
del viejo cacharro que casi ardía de tanta cuesta, de una carga excesiva, cuando
de los coches bajaron los falangistas, requetés, guardias civiles, que formaron
una especie de galería humana, mientras los que estaban subidos tiraban,
empujaban a los hombres al suelo entre gritos, lamentos, llantos terribles y
aullidos de dolor.
Una vez los hombres en el suelo les hicieron formar
una fila, obligados a caminar entre porrazos, palos y el efecto demoledor de la
pinga de buey, rodeados de uniformados se dirigían al agujero volcánico,
soplaba un viento del sur aquella madrugada, había calima, el siroco africano
que azota las islas cuando en el Sahara se levanta la arena. Ñito perdió de
vista a su hermano Miguel, imaginó que iría delante, no se veía casi nada en
aquel amanecer, solo intuía las caras de los verdugos, de unos fascistas enrabietados
que los torturaban hasta el último momento.
Llegaron a un lugar donde los colocaron de pie, todos
pegados, amontonados, un olor a sudor y lamento, hasta que Eufemiano dio la
orden: “Venga de dos en dos, a por esos cabrones rojos podridos que van de
cabeza a la sima”. De repente una especie de marabunta de fascistas los
obligaban a caminar hacia el abismo, algunos hombres trataban de rebelarse,
pero las bayonetas caladas se les clavaban en la cintura, en las piernas, en su
pecho. Hubieron varios disparos sobre quienes se negaban a caer al vacío, pero
todo era inútil, Ñito, era de los últimos, veía caer a los hombres entre gritos
uno a uno, vio la cabeza de su hermano, su rostro aterrado, mientras Pernía lo
golpeaba, empujándolo hasta caer por el risco de lava.
Solo quedaron cinco hombres de los cuarenta, los
últimos y ya era casi de día, la sima estaba rodeada de uniformados, muchos más
de los que pensaba el joven galdense, en ese instante vino Santo, los caciques
extranjeros, el falangista peninsular y los empujaron, Ñito resbaló y en el
suelo lo patearon, lo levantaron y se vio volando, fue rápido, enseguida en
aquella oscuridad se golpeó con las cortantes paredes, se hizo el silencio,
solo se escuchaban las carcajadas de los fascistas: “Buen trabajo maestro”. “Por
hoy ya está hecho el día”. “Buena caza mi teniente”.
Cuando partieron satisfechos, se fue alejando el
ruido de los motores, abajo se escuchaban lamentos lejanos, gritos débiles agonizantes,
un olor a sangre y carne destrozada, Miguel seguía vivo, se moría, llamaba a su
madre como un niño recién nacido buscando el amparo, el abrazo cálido, la
caricia amorosa en el instante de partir.
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