En la madrugada del 24/11/1991 Freddie Mercury fallecía en Garden Lodge, su casa en Londres.
Si las políticas de Salud de los Estados no hubiesen sido tan homófobas y nefastas, muchas y muchos
se hubiesen salvado, incluído él.
Cuando el virus se creía atacaba sólo a homosexuales, los Estados no avisaron, se comenzó muy tarde a investigar en los laboratorios, prácticamente por iniciativa de unos cuantos científicos.
Muchos buenos ciudadanos se sintieron felices, por fín podrían quitarse de encima a unos cuantos maricas, pensaron.
La crueldad y el desprecio con que se trató a los enfermos de Sida no tuvo límites. No recibían
medicación pues ni se molestaron en buscarla, paliativos ni se los daban. No dejaban a sus parejas estar con el enfermo en sus últimos momentos, las familias los dejaban de lado, muchos
murieron solos.
El odio, personalizado en Freddie Mercury, no paró ni después de su muerte.
El resultado de esas políticas de Salud conservadoras (fachas) y excluyentes, fue
que la pandemia se llevó por delante a miles de personas diversas en
sexo, sexualidad, religión, ideología. Incluídas mujeres embarazadas y niños evidentemente. Entre ellas se llevó a Freddie
Mercury, talentosa y hermosa persona. Cada día lo
echo más de menos.
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